Olimpia Maidalchini (1591-1657) nació en una familia pudiente sin excesos y pronto descubrió que le gustaba el poder. Como este no estaba al alcance de una mujer de su nivel social optó por alcanzarlo a través del matrimonio. Lo consiguió: se considera la mujer más poderosa de su tiempo, llegó a gobernar en un ámbito considerado exclusivamente masculino: la iglesia católica, donde era conocida como la Papisa.
Su padre, hombre devoto, decidió que su hijo heredara sus propiedades y sus tres hijas profesaran en el convento, encomendando a un director espiritual que convenciera de ello a Olimpia. Ella se libró del sacerdote y del claustro acusando a aquel de proposiciones indecentes. La leyenda cuenta que, años después, convertida en mujer poderosa, compensó al sacerdote injustamente acusado haciéndole obispo.
Para evitar murmuraciones, el padre se apresuró a casar a la hija y lo hizo con un hombre rico y mayor que ella, Paolo Pini, quien murió tres años después. Convertida en una mujer rica, se dedicó a ampliar su horizonte vital. Lo hizo casándose con un hombre treinta años mayor que ella, rico y noble: Pamphilio Pamphili, con tan buena fortuna y oportunidad que volvió a enviudar en poco tiempo, después de tener un hijo, Camillo Franceso Pamphili.
Desde esa posición decidió rentabilizar su fortuna y optó por invertirla en su cuñado Giambattista Pamphili, que había sido nuncio en Nápoles y Madrid, hasta que consiguió que fuera elegido papa con el nombre de Inocencio X. La inversión resultó muy rentable pues acabó riquísima, convertida en consejera y mediadora para acceder al nuevo papa.

La estrecha amistad entre los cuñados provocó no pocas murmuraciones en la sociedad romana, más aún tratándose de una mujer muy hermosa. La mayoría de los historiadores estiman que ella utilizó su hermosura para prosperar, con el único propósito de enriquecerse. Cualquiera que fuera su intención el hecho es que su poder era enorme y su riqueza, acorde con el poder. A ella se le atribuye la decisión de encomendar a Bernini la construcción de la fuente de los Cuatro Ríos de Piazza Navona, en Roma, junto al palacio Pamphili, donde ella vivía.
Una de las primeras decisiones de Inocencio X fue nombrar cardenales a familiares de Olimpia: su hijo, su sobrino y su primo. Camillo Francesco, el hijo, tendría una carrera brillante pero corta porque enseguida renunció para casarse con una dama emparentada con otro papa: Olimpia Aldobrandini, sobrina de Clemente VIII.
Olimpia se decidió a gobernar sin intermediarios. Mientras Inocencio X dedicaba su atención a la política exterior, ella intervenía en los asuntos internos de la iglesia. Organizó el jubileo del año 1650, creó un organismo de asistencia a los peregrinos, que le proporcionó enormes ganancias, y un Instituto de Viudas en Duelo, dedicado a difundir la devoción de la Inmaculada. Se trataba de una mujer inteligente, ambiciosa y calculadora pero también con una gran capacidad de seducción.
Como cabe suponer, la muy masculina corte papal la odiaba tanto como la temía. Las denuncias de los cardenales iban del poder monstruoso de una mujer en el Vaticano, al que este poder estuviera en manos de una puta, epíteto inevitable en boca de un hombre al tratar de una mujer poderosa y fuera de su control.
El papa le otorgó derechos sobre varias localidades, que le proporcionaban cuantiosos ingresos, y el título de princesa de San Martina al Cimino, relacionado con una abadía en ruinas en Viterbo, que ella restauró y en la que construyó un palacio al que acabaría retirándose.
La leyenda ha sido poco piadosa con ella. Se cuenta que cuando en 1655 murió Inocencio X, Olimpia se apoderó de lo que había de valor en los aposentos papales y salió huyendo, abandonando al difunto, que permaneció así durante un día entero, hasta que los servidores del palacio se apiadaron y le dieron sepultura. Dos años después moría Olimpia Maidalchini, en su palacio de Viterbo, dejando una fortuna de dos millones de escudos de oro.
La iglesia tuvo buen cuidado en cubrir con un velo de silencio el paso de Olimpia por el Vaticano pero no pudo con la leyenda popular. Cuenta esta leyenda que cada 7 de enero, fecha de la muerte de Inocencio X, el fantasma de la llamada Papisa recorre la plaza Navona sobre un carro lleno de riquezas, atraviesa el Ponte Sisto y se sumerge en el Tíber.
Durante el papado de Inocencio X, el pintor Diego Velázquez visitó Roma, encomendado por el rey Felipe IV para la adquisición de obras de arte, y el papa le encargó un retrato, que ha quedado como uno de los mejores ejemplos en la pintura universal, tan auténtico, que al retratado le pareció «demasiado real«. Velázquez retrató también a Olimpia. Ambos lienzos formaban parte del botín con el que ella huyó de Roma, pero mientras el retrato papal puede contemplarse en el palacio Doria-Pamphili, el de ella desapareció a mediados del siglo XVIII.
Olimpia Maidalchini Pamphili, que permanecía en los pliegues del olvido, estos día ha vuelta a la actualidad porque se anuncia la subasta de un retrato que se supone es el que le hizo Velázquez.