De todas las reinas que han portado la corona española, solo una puede decirse que ha llegado al cargo democráticamente: la reina María Victoria, nacida María Vittoria Carlota dal Pozo della Cisterna, princesa de la Cisterna y Belriguardo (París, 9 de agosto 1847-San Remo, 8 de noviembre 1876), reina consorte de España y duquesa consorte de Aosta, al casarse con Amadeo de Saboya. Era una joven agraciada, culta e inteligente que tuvo una infancia y juventud desgraciadas. Su madre perdió el juicio tras la muerte de su padre negándose a enterrar el cadáver de su esposo, velándolo en compañía de sus dos hijas, lo que acabaría causando la muerte de la menor, Beatriz, y agravando aún más el estado de la madre.
El matrimonio de Amadeo, duque de Aosta, hijo del rey de Italia, Victor Manuel III, y María Vittoria se celebró el 30 de mayo de 1867. En 1870 Amadeo fue elegido rey por las Cortes españolas en cumplimiento de la Constitución de 1869, que establecía una monarquía constitucional. La Constitución había sido aprobada después de la Revolución de 1868, que había expulsado a Isabel II del trono y de España. A los ojos de sus defensores el candidato, propuesto y defendido por el general Prim, reunía todas las virtudes exigibles al cargo: pertenecía a una dinastía antigua, la de Saboya, relacionada con la española, era católico, progresista y masón. Más no se podía pedir. Manuel Ruiz Zorrilla, entonces presidente de las Cortes, leyó el resultado de la votación: 191 votos a favor de Amadeo; 60 a favor de la República Federal; 27 para el duque de Montpensier (el padre de María de las Mercedes, la de la copla, quien habría de ser esposa de Alfonso XII); ocho para Espartero; dos para la República Unitaria; dos para Alfonso de Borbón (hijo de Isabel II, la reina destronada), uno para la República y otro para la duquesa de Montpensier, la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II; 19 votos en blanco. Quedaba elegido el rey de España. Amadeo aceptó el cargo el 4 de diciembre y embarcó hacia España. Cuando llegó, se encontró con el cadáver de Prim, asesinado en un atentado, dícese que alentado por Montpensier.
María Victoria -lo primero que hizo fue españolizar su nombre- no pudo acompañar a su marido porque acababa de dar a luz a su segundo hijo, Víctor Manuel, pero se reunió con el rey tan pronto como se recuperó. Al contrario que su esposo, que nunca se expresó en español, al llegar hablaba ya un castellano impecable. Eso y las indudables virtudes que adornaban a la nueva reina la hizo ser mucho más apreciada que el rey y le granjearon el apodo de la Virtuosa. Se aplicó a las obras de caridad más allá de lo que era habitual en su cargo y enseguida estableció relación con la escritora Concepción Arenal. A su iniciativa se debe la creación del Asilo de Lavanderas, una guardería infantil para cuidar a los hijos de las lavanderas que se empleaban en largas jornadas a la orilla del Manzanares. La guardería, la primera que se abría en España, se llamó la Casa del Príncipe y se puso bajo el patronazgo del príncipe de Asturias, quien costeaba su mantenimiento.
Fue también impulsora de la enseñanza, de las ciencias y las artes. Durante su reinado se creó la Orden Civil de María Victoria, que premiaba los servicios prestados a la instrucción pública, creaba, dotaba o mejoraba los centros de enseñanza, publicaba obras artísticas, científicas o literarias de mérito. En su corta vida, la Orden premió a Ramón de Campoamor, Hilarión Eslava, Fernández de los Ríos, Juan Eugenio Hartzenbusch, Federico Madrazo, Segismundo Moret o Juan Valera. Contra la costumbre de la época, los premios no estaban reservados a los hombres exclusivamente y aunque la nómina de galardonados fuera mayoritariamente masculina, dos mujeres fueron premiadas con la cruz de segunda clase, una de ellas fue María Bascuas, maestra de Pontevedra que había publicado una Aritmética para uso de las escuelas de instrucción primaria. La Orden fue disuelta en mayo de 1873, tan pronto como se proclamó la República.
Los reyes tuvieron un tercer hijo que nació en España: Luis Amadeo, quien llegó a ser vicealmirante de la Armada italiana.
Amadeo lo tuvo todo y a todos en contra: a los carlistas, a los republicanos, a los aristócratas monárquicos, partidarios de un Borbón, a la iglesia católica, por ser hijo de quien había terminado con los Estados Pontificios, y al pueblo español, que le acusaba de ser poco sociable y de no hablar español. En los dos años que duró su reinado tuvo seis gabinetes ministeriales, un atentado que pudo haberle costado la vida a él y a la reina e infinitos desaires por parte de la nobleza, temerosa de ser privada de sus privilegios; estalló la tercera guerra carlista y se recrudeció la guerra de Cuba.
Famosa fue la rebelión de las mantillas protagonizada por las damas nobles madrileñas, que para significar su españolismo frente a la condición extranjera de la reina, cambiaron sus tocados por mantillas. Cuando María Victoria salió a pasear al Salón del Prado tocada también con su mantilla las damas hicieron desfilar en sus carrozas a actrices y prostitutas con la clásica mantilla hispana.
Cuando la situación se hizo insostenible Amadeo comprendió que no tenía más salida que abdicar y se refugió en la embajada de Italia. El 11 de febrero de 1873 fue la reina quien leyó la carta de renuncia dirigida al Congreso. En ella lamentaba que “todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males”. Aseguraba haber buscado tal remedio “ávidamente dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien prometió observarla” (…) “Estad seguros de que al desprenderme de la Corona no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía”, concluía.
Le respondió en nombre de la Asamblea Nacional Emilio Castelar agradeciéndole los servicios prestados, deseándole una feliz vuelta a su país y notificándole que las Cortes asumían el poder supremo y la soberanía de la nación para salvar la democracia. Para que no quedaran dudas de que la decisión era irrevocable, concluía su parlamento: “Cuando los peligros estén conjurados; cuando los obstáculos estén vencidos; cuando salgamos de las dificultades que trae consigo toda época de transición y de crisis, el pueblo español, que mientras permanezca V.M. en su noble suelo ha de darle todas las muestras de respeto, de lealtad, de consideración, porque V.M. se lo merece, porque se lo merece su virtuosísima esposa, porque se lo merecen sus inocentes hijos, no podrá ofrecer a V.M. una Corona en lo porvenir; pero le ofrecerá otra dignidad, la dignidad de ciudadano en el seno de un pueblo independiente y libre”.
Seguidamente, los reyes y sus hijos abandonaron España y se refugiaron en Turín. Quien fue tan breve reina no olvidó a los más desfavorecidos y siguió haciendo donaciones para obras benéficas utilizando a Concepción Arenal como intermediaria, exigiendo mantenerse en el anonimato. Murió tres años después, enferma de tuberculosis, lamentando que España no hubiera encontrado en ellos la tranquilidad y la prosperidad que deseaban darle. Sobre su tumba de la basílica Superga de Turín descansó una corona funeraria enviada por las lavanderas a quienes tanto había beneficiado.