María Luisa de Parma (Parma, 9 de diciembre de 1751-Roma, 2 de enero de 1819) nació en una corte culta e ilustrada, donde fue educada según orientaciones enciclopedistas. A los trece años fue enviada a España para casarse con el príncipe de Asturias, que había de reinar como Carlos IV, de quien era prima hermana por parte de padre y pariente por parte materna. Los historiadores españoles le reprocharon haber recibido una educación demasiado laxa y libre, poco adecuada para una dama y menos aún para una reina. Ella protegió las artes y a los artistas, especialmente a Francisco de Goya, que la retrató, no siempre con piedad.


Debió de ser bella en su juventud si hay que fiarse del retrato que le hizo Mengs a la edad de catorce años, que encabeza este comentario. Incluso sus mayores detractores, como Escoiquiz, reconocen que “aunque no hermosa”, era atractiva y tenía “una viveza y gracias extraordinarias; un carácter aparentemente amable y tierno y una sagacidad poco común para ganar los corazones, perfeccionada por una educación fina y por el trato del mundo”.
Tuvo diez abortos y trece embarazos, uno de ellos gemelar. De los catorce hijos nacidos solo siete llegaron a la edad adulta y todos ellos se criaron con dificultad, débiles y enfermizos. De esta fragilidad de la prole se culpó también a María Luisa. Nadie se cuestionó la consanguinidad de la pareja.
La vida la maltrató físicamente casi tanto como los historiadores. Los partos y abortos, la falta de ejercicio y quizá una alimentación inadecuada la envejecieron cruelmente. Perdió los dientes y la expresión de su rostro se convirtió en la de una anciana. El embajador de Rusia la describió así cuando solo tenía 31 años: “Partos repetidos, indisposiciones, y, acaso, un germen de enfermedad hereditaria la han marchitado por completo: el tinte amarillo de la tez y la pérdida de los dientes fueron el golpe mortal para su belleza”.
El reinado de Carlos IV se inició en 1788. Inicialmente, mantuvo en el gobierno al reformista Floridablanca, según había ordenado Carlos III, pero la Revolución Francesa (1789) cortó cualquier reforma y provocó la persecución a los elementos más liberales. A Floridablanca le sustituye el Conde de Aranda, ilustrado y afrancesado, a quien se le encomienda hacer gestiones para salvar la vida de Luis XIV. Pero en 1792 el rey francés es depuesto -sería guillotinado en enero de 1793- haciendo caer a Aranda, que fue sustituido por Manuel Godoy.

María Luisa tenía 33 años cuando se convirtió en reina de España. Siendo aún princesa de Asturias había ingresado en la Junta de Damas de Honor y Mérito, de la que dependía la Casa de Expósitos, la Asociación de Presas de Galería y el Montepío y la Escuela de Bordados y sus cuatro escuelas patrióticas. Se trataba de proyectos con cierto aire reformista y contaban con el apoyo de la corona. María Luisa costeó de su peculio privado algunos de los proyectos y demostró gran interés por la enseñanza de estas escuelas patrióticas. Como madre cuidó de que sus hijos recibieran una enseñanza adecuada. La infanta Carlota Joaquina se presentó a exámenes públicos donde demostró sus conocimientos de latín, gramática, historia, geografía, cosmografía o francés, además de religión.
Ya reina, María Luisa creó la Orden de Damas Nobles, intervino directamente en sus estatutos, aprobados en 1704. Las damas pertenecientes a esta orden se obligaban a visitar los hospitales y asilos de mujeres y a atender a las obras sociales de beneficencia.
María Luisa era aficionada a la pintura y procuró que sus hijos aprendieran la técnica pictórica. La pareja real protegió a los artistas, que reconocieron este patrocinio con encendidos elogios. La corona donó a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando algunas obras de su propiedad con ocasión de la visita realizada en 1794 por los reyes y los infantes, donando además algunas obras pintadas por ellos. También se le atribuye a la reina la decoración palaciega y ser la inspiradora de los palacetes de los Reales Sitios, conocidos como “casitas”.
Reinó, en efecto, porque el marido era poco inclinado a los asuntos de gobierno pero, lejos de reprochar la inanidad del rey, los historiadores han cargado las tintas en la actuación de la reina. A ella se le atribuye el nombramiento de Godoy como secretario de Estado, equivalente a jefe de gobierno, quien pasó en poco tiempo de simple guardia de Corps a factótum de los reyes, lo que le proporcionó poder, una enorme fortuna y abundancia de títulos. Los enemigos de María Luisa les atribuyen una relación sentimental, teoría a la que algunos historiadores dan fe y otros rechazan tajantemente. Fueron, sin duda, buenos amigos, quizá de los pocos que pudo permitirse la reina en aquella corte hostil, a él se confió con toda franqueza, como muestra la correspondencia entre ambos.
Sea cual fuera su relación el hecho es que Godoy se convirtió en el valido real y quien dirigió la política interior y exterior en unos años convulsos para España. Como ministro dio pruebas de gran pragmatismo. Sus proyectos reformistas le valieron la enemiga de los nobles y del clero, aferrados a unos privilegios que la Revolución había puesto en entredicho.

La corte española era un avispero entre banderías. En 1782 el propio Floridablanca, entonces primer ministro de Carlos III, advertía por carta a María Luisa de que en la corte estaban rodeados de espías empeñados en meter cizaña entre los príncipes y el rey. Ella contaría al padre Eleta, confesor de Carlos III, la existencia de gentes que intrigaban para enemistarla con su suegro y con su marido: “clérigos y frailes, duques y duquesas, y algún criado notable de los hermanos, y otros, esparcidores de voces contra el honor de ella y el del príncipe”.
Así seguía en 1802 cuando Fernando, el heredero de la corona, casó con María Antonia de Nápoles. En torno a ellos se creó un grupo de nobles descontentos con la política de los reyes, conocido como partido fernandino o napolitano, por defender los intereses napolitanos.
María Carolina, madre de María Antonia, fue una de las mayores instigadoras de la campaña de difamación contra los reyes y contra Godoy, a quien acusaban de estar demasiado próximo a Francia. Ella es quien atribuyó al valido la paternidad de los infantes María Isabel y Francisco de Paula, especie que extendió por las cortes europeas.
María Luisa y su nuera se detestaban mutuamente. Sobre ella escribió la reina a Godoy: “¿Qué haremos con esa diabólica sierpe de mi nuera y marrajo cobarde de mi hijo?”. En 1805 Godoy alejó de la corte a algunos de los nobles afines al partido fernandino o napolitano y expulsó de España al embajador de Nápoles. Para entonces, Napoleón había conquistado el reino napolitano y había destronado a sus reyes. Al año siguiente moría María Antonia, víctima de tuberculosis, mientras se extendía la hipótesis de que había sido envenenada por orden de Godoy.
Fernando, príncipe de Asturias, siguió la campaña difamatoria contra su madre y contra Godoy, en un tono grosero e irreverente, mediante estampas procaces y calumniosas en las que se presentaba a la reina como una devoradora sexual. Godoy aparecía como Manolo Primero el choricero o con el infamante apodo de Ajipedobes (léase en sentido inverso).
La correspondencia diplomática había elegido a la reina como eje de sus contiendas políticas, alimentando los muchos libelos que la tomaron como protagonista dentro y fuera de España. Vie politique de Marie-Louise de Parme, Reine d’Espagne, publicado ya en 1793, reúne los chismes de alcoba que circulaban por las cortes europeas y por las calles españolas, en una corriente que se retroalimentaba.
La mayoría de historiadores de la época aceptan esta versión de la vida personal de la reina y de su intervención en la política como cierta, resultando una imagen de mujer depravada en la intimidad, ambiciosa y manipuladora en lo público. Dos clérigos, el canónigo Escoiquiz y el abate Muriel, se encargaron de promulgar detalles de la vida privada de la reina claramente difamatorios, recogidas con alborozo por la opinión pública. Entre tanta miseria, únicamente Godoy mantuvo la lealtad a los reyes; en sus Memorias rechaza elegantemente su relación con la reina y retrata a ambos con respeto.
Por si no fuera suficiente, María Luisa mantuvo enfrentamientos con otras dos mujeres brillantes y exitosas de la corte: la duquesa de Alba y la duquesa de Osuna. De esta rivalidad femenina salió claramente perdedora al menos ante sus súbditos y ante la historia.
Con todo, lo peor estaba por llegar. En 1807 Godoy firmaba con Napoleón el Tratado de Fontainebleau, por el que se autorizaba el paso de las tropas francesas por territorio español para la invasión conjunta de Portugal. Simultáneamente, Napoleón negociaba con Fernando la caída de Godoy y el derrocamiento de los reyes.
En marzo de 1808 el príncipe Fernando organizaba el motín de Aranjuez, que, efectivamente, provocó la destitución de Godoy. El príncipe heredero mandó encerrar a Carlos IV en el castillo de Villaviciosa de Odón, de donde fue liberado por Murat, cuñado de Napoleón. Los reyes fueron trasladados a Bayona, donde el 5 de mayo firmaron su abdicación y la cesión de sus derechos a Napoleón.
María Luisa siguió a su marido, en Compiègne, Aix-en-Provence, Marsella y luego en Roma, donde residieron en el palacio Barberini, dedicados a la adquisición y contemplación de obras de arte. Ambos murieron en enero de 1819, la reina el día 2 y el rey, el 20. En el inventario del palacio, encomendado a José de Madrazo y Juan-Antonio de Rivera, pintores de cámara, se contaron 688 pinturas: Andrea del Sarto, el Bronzino, Correggio, Leonardo, Lucas Cranach,Tintoretto, Tiziano, entre otras firmas, que fueron repartidas en lotes entre sus herederos.
Manuel Godoy acompañó a los reyes en el destierro. La fidelidad del antiguo valido le había dejado en la pobreza. Fernando VII le persiguió con saña, confiscando todos sus bienes y privándole, incluso, de los títulos que le había otorgado Carlos IV. Para compensar su fidelidad la reina, de acuerdo con el rey, testó a favor de Godoy, como “indemnización por las muchas y grandes pérdidas que había sufrido, obedeciendo sus órdenes y las del rey y porque, cuando lo había solicitado, le habían impedido hacer dejación de los empleos y cargos que tenía”. La reina pedía a sus herederos que respetaran su voluntad como un acto de justicia cristiana. Para entonces el viento de la historia había arrasado a Napoleón y había colocado a Fernando VII en el trono español, quien ordenó el traslado de sus padres al panteón real de El Escorial.
Manuel Godoy, leal hasta el final, esperó a que hubieran desaparecido Carlos IV, María Luisa y su hijo Fernando VII para publicar sus Memorias críticas y apologéticas para la historia del reinado del Señor don Carlos IV de Borbón en 1836, en las que reivindicaba su propia obra y el reinado del primero.
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Gran entrada, y muy interesante, como siempre.
besos