María de la O Lejárraga (San Millán de la Cogolla, 28 de diciembre de 1874-Buenos Aires, 28 de junio de 1974) nació en una familia acomodada y murió en el exilio después de la guerra civil. Desde muy joven ejerció la docencia pero enseguida se decantó por la literatura. Sus convicciones socialistas la condujeron al Parlamento, donde fue elegida diputada en 1933. Feminista convencida, se da la paradoja de que la mayoría de su producción literaria fue firmada por su marido, Gregorio Martínez Sierra, quien se llevó los honores literarios y los ingresos derivados.
María conoció a Gregorio cuando ella tenía 23 años y él 17. Más que el amor romántico o la atracción física parece que les unía el común amor al teatro. Se casaron dos años después formando una extraña pareja en la que ella aportaba el talento, las dotes y el trabajo literario y él ponía la firma y las relaciones públicas, en una versión de principios del siglo XX de lo que hoy conocemos como un promotor cultural. Aunque en los mentideros de Madrid existían fundadas sospechas de cual era el reparto de papeles en el matrimonio ambos lo ocultaron durante muchos años. Él lo ocultó durante toda su vida y solo antes de morir aceptó por escrito que María era la verdadera autora de las obras que le eran atribuidas, pero reclamando los derechos de autor que aquellas devengaban.
Volviendo a 1900, María y Gregorio se enfrascan en una actividad cultural que los lleva a fundar revistas mediante las que introducen el modernismo en España: Vida moderna, Helios -donde ya aparecen Juan Ramón Jiménez o Ramón Pérez de Ayala-, Renacimiento y la editorial del mismo nombre, en la que se publicaron las obras de los escritores españoles del momento en la Biblioteca Renacimiento. La pareja reunió en torno suyo a una notable nómina de escritores -a los anteriores se añaden Antonio y Manuel Machado, Rubén Darío o Unamuno-; compositores -Manuel de Falla, Joaquín Turina, Pablo Luna-; escenógrafos –Rafael de Penagos, Sigfrido Burmann, Manuel Fontanals, Rafael Barradas- y actores, a los que unía el proyecto común de renovar el teatro español de acuerdo a las nuevas tendencias que entonces triunfaban en Europa. Gregorio asumió la dirección del Teatro Eslava y a partir de 1916 la pareja puso en escena obras clásicas de Molière o de Shakespeare, que María traducía, junto a otras de autores modernos como Bernard Shaw, Ibsen, Pirandello, incluso noveles como Federico García-Lorca, que estrenó con ellos su primera obra, El maleficio de la mariposa.
En 1925 María y Gregorio publicaron una recopilación de artículos bajo el título Un Teatro de Arte en España, con textos de Abril, Borrás, Cansinos-Assens o Maquina, con el que ganaron el Gran Premio de la Exposición de las Artes Decorativas de Francia. A Gregorio le valió además para recibir la cruz de caballero de la Legión de Honor francesa. La compañía de teatro de los Martínez Sierra actuaba en París y en Nueva York y sus obras eran reclamadas en Hollywood, donde se filmaron, entre otras, Canción de Cuna, Primavera en otoño o Una viuda romántica. Todas ellas firmadas por Gregorio únicamente, pese a la indudable autoría de María.
Simultáneamente, Martínez Sierra publica novelas, poesía y comedias, algunas de ellas en colaboración con Santiago Rusiñol. Nada extraño, pues, según se supo luego, el mismo Eduardo Marquina aceptó versificar y hacer pasar como propia la obra El pavo real, escrita por María Lejárraga. Se da la paradoja -una más en las múltiples contradicciones de la pareja- de que durante muchos años la obra Granada (Guía emocional), escrita por María con una voz femenina y atribuida a Gregorio, pasó por ser una guía de viaje en clave homosexual. Algunos observadores han comparado la relación de María y Gregorio con la que mantenían Serafín y Joaquín Álvarez Quintero tanto por la similitud de sus relaciones fraternales como a que era imposible conocer qué escribía cada uno de ellos.
Ocurrió que entre las actrices reunidas en torno al proyecto teatral del matrimonio se encontraba Catalina Bárcena, quien poco antes había mantenido un idilio con el actor Fernando Díaz de Mendoza, marido de la actriz María Guerrero, que esta había roto sin contemplaciones al conocer que Catalina estaba embarazada. Bárcena se casó con el actor Ricardo Vargas que dio el apellido al niño, bautizado con el nombre de Fernando, para que no quedara duda de quién era el padre. Aunque Bárcena y Vargas permanecieron casados hasta 1932, Catalina y Gregorio iniciaron una relación que alimentó a los mentideros madrileños con chascarrillos sobre el peculiar triángulo en el que María escribía las obras que Catalina representaba y Gregorio producía. En aquellas condiciones las giras teatrales arrastraban más dramatismo fuera que dentro del escenario. El poeta Blanco Fombona escribió al respecto que hasta entonces Martínez Sierra había explotado el talento de su mujer “que es quien le escribe los libros. Ahora va a explotar la voz de oro de la Bárcena”.
Resulta difícil entender qué podía atraer de aquel tipo de aspecto enclenque, menudo y de carácter retorcido a dos mujeres como Lejárraga y Barcena. En 1922 vino a romper el trío el nacimiento de Katia, la hija de Catalina. Aunque algunos pusieron en duda la paternidad de Gregorio, María optó por separarse pero siguió manteniendo una relación amistosa con su marido. Y lo que resultó más beneficioso para el infiel, siguió escribiendo las obras que él firmaba y que representaba Catalina.
En 1933 María, socialista, fue elegida diputada al Congreso y vicepresidenta de la Comisión de Instrucción Pública. Al estallar el levantamiento militar de 1936 marchó al exilio, primero a Francia, luego a Estados Unidos y, finalmente, se estableció en Argentina desde donde siguió enviando nuevos textos que Martínez Sierra reclamaba con insistencia. Gregorio y Catalina también se exiliaron y no volvieron a España hasta 1947, con Gregorio gravemente enfermo de un cáncer intestinal del que moriría ese mismo año. María, que se había negado en todo ese tiempo a conceder el divorcio, a partir de entonces firmó sus obras como María Martínez Sierra.
Así hubiera seguido Lejárraga, desposeída de su obra, de no haber sido por la hija de Catalina y Gregorio que, a la muerte de este, reclamó los derechos de autor de las obras que había firmado Martínez Sierra. María escribió entonces unas memorias, Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración, donde se decidió a desvelar la mentira mantenida durante décadas. Dedicó la obra “A la Sombra que acaso habrá venido -como tantas veces cuando tenía cuerpo y ojos con que mirar- a inclinarse sobre mi hombro para leer lo que yo iba escribiendo”.
Cuesta entender que la misma mujer que escribió que “el feminismo quiere que las mujeres tengan los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres, que gobiernen el mundo a medias con ellos, ya que a medias lo pueblan, y (…) que lleven ellos y ellas una vida serena, fundada en la mutua tolerancia que cabe entre iguales, no en la rencorosa y degradante sumisión del que es menos, opuesta a la egoísta tiranía del que se cree más”, fuera la misma mujer que se plegara dócilmente a un hombre tan deleznable como Gregorio Martínez Sierra. Tan difícil como identificar a la feminista autora de La mujer moderna, Cartas a las mujeres de España o Una mujer por los caminos de España con la mujer que soportó las ínfulas y las exigencias del promotor teatral.
Se cuenta que en su breve estancia en Estados Unidos cuando tuvo que salir de España, Maria envió a Walt Disney un guión suyo titulado Merlín y Viviana. El director y dueño de los estudios cinematográficos no respondió pero, tiempo después, pudo contemplar la película La dama y el vagabundo, sospechosamente parecida a su guión. La anécdota no explica el comportamiento de María Lejárraga pero indica cual era la situación de la mujer.