Es visitada, observada y fotografiada a diario por miles de personas de todos los países del mundo, millones de personas hacen cola cada año para observarla de lejos y a través de un cristal. Ha sido estudiada desde todos los ángulos posibles, analizado hasta el mínimo y más insignificante de sus rasgos; pero todos, visitantes y estudiosos, se alejan ignorando casi todo de ella. Es la criatura más famosa del pintor Leonardo da Vinci: la señora Lisa Guerardini, la Mona Lisa, la Gioconda.
En 1550, Giorgio Vasari -un polivalente que lo mismo pintaba o escribía que diseñaba el corredor que comunica los palacios florentinos de los Uffici y Pitti por encima del puente Vecchio- dejó escrito que Leonardo había hecho el retrato de Mona (Madonna) Lisa, la mujer de Francisco del Giocondo, y, a pesar de haberle dedicado cuatro años, lo dejó inacabado. Esa es la versión que ha prosperado pero hubo un tiempo en que se creyó que la modelo era una mujer cercana a Juliano II de Médicis, o bien Isabel de Aragón o Constanza d’Avalos o Isabel Gualanda. Rizando el rizo, hay quien cree ver en el famoso cuadro el retrato de un adolescente amante de Leonardo y aún los hay que lo identifican con la madre del pintor. Pongamos que se trata de Mona Lisa. ¿De quién hablamos?
Lisa Guerardini nació en 1479 y murió en 1542. Casó con Francisco del Giocondo y al enviudar se refugió en un convento, donde ya había profesado una hija suya. Se cuenta que el marido había encargado el retrato a Leonardo cuando Lisa tenía 24 años y estaba embarazada de su segundo hijo. Es cuanto se sabe de ella.
Parece que Leonardo se aplicó al retrato con tenacidad obsesiva, quizá para resolver algunos de los problemas técnicos del sfumato que utilizó en la tabla de álamo, y que tanto han dado que hablar desde hace cinco siglos. Con tanta minuciosidad se aplicó que la muerte le sorprendió sin haberlo terminado. No se sabe si antes o después del óbito, ocurrido en 1519, el rey francés Francisco I, gran amigo de Leonardo, adquirió el cuadro y lo depositó en el palacio de Fontainebleau. De allí pasó a Versailles y, coincidiendo con la Revolución Francesa llegó al Louvre de donde salió por capricho de Napoleón, que lo devolvió en 1804, y durante la Segunda Guerra Mundial, para evitar posibles riesgos.
A estas ausencias hay que añadir una tercera rodeada de misterio y suspicacia, como no podía ser menos tratándose de la Mona Lisa. En agosto de 1911, un carpintero italiano antiguo empleado del museo, se introdujo en el Louvre, descolgó el cuadro, separó la tabla del marco y escondió aquélla bajo el blusón de trabajo sin que nadie se percatara del robo. El escándalo fue enorme y el museo registró una afluencia de visitas como no se conocía hasta entonces de quienes querían contemplar el espacio vacío que había dejado el cuadro en la pared. Dos años después el carpintero pretendió vender la obra a la Galería de los Uficci de Florencia y, naturalmente, fue detenido y recuperado el cuadro. El ladrón aseguró que solo había sido el ejecutor de un plan ideado por otros, lo que contribuyó a aumentar el misterio y las especulaciones. Las sospechas alcanzaron a Apollinaire y a Picasso sin que nunca se llegara a aclarar la autoría intelectual.
Por alguna razón solo explicable en argumentos que nada tienen que ver con la calidad de la obra de arte- el lienzo se ha convertido en un mito, la meta de la mayoría de visitantes que acuden a diario al Museo del Louvre, que hacen cola durante horas y soportan codazos de los otros visitantes hasta aproximarse al cordón de seguridad que protege el pequeño cuadro -77 por 53 centímetros- para hacerse una foto con la imagen de Lisa Guerardini a la espalda.
Poco más cabe hacer en la disposición actual del retrato, aislado por el espacio de seguridad y por una cámara de protección que mantiene temperatura y humedad constantes e impiden apreciar el mínimo detalle de la tabla. A decir verdad, si alguien se acercara al cuadro ignorando todo sobre él pasaría de largo pues apenas nada habrá visto por mucho tiempo que permanezca en el salón de los Estados, donde ahora se muestra. Ni el desnivel entre ambos lados del óleo, ni la ausencia de cejas y pestañas de la mujer, ni la posición delas manos… pero al alejarse se llevaría en el recuerdo la enigmática e improbable sonrisa de la mujer retratada.
En verdad, incluso cuando disponía de menos protección, nunca se ha podido apreciar gran cosa pues el óleo se encuentra algo dañado, craquelado y ennegrecido por el oscurecimiento de los barnices. Así y todo, la primera vez que visité el Louvre, ya adulta, se me saltaron las lágrimas de la emoción al avistarlo, entonces en la Sala Rosa y sin la parafernalia actual. Hasta aquí hemos llegado, me dije a mí misma, haciendo un repaso a los años, las vicisitudes y esfuerzos de mi vida. Hoy, desde el momento en que se accede al Louvre por la famosa pirámide de cristal, los visitantes se encuentran con multitud de carteles indicadores señalando la dirección de la “Gioconda”. Me pregunto qué pensarán, qué impulsará a los visitantes que enfilan el ala Denon del antiguo palacio real y dejan atrás la galería principal, donde cuelga una selección de pinturas italianas y españolas, para entrar apresuradamente en la sala donde reina la Mona Lisa. Quizá para ellos también signifique una referencia vital, un hasta aquí hemos llegado. Esa atracción es lo que diferencia un mito de una simple gran obra.
Pero si ya estás bien servido de mitos o no precisas de más referencias, si ya sabes desde donde llegas y adonde vas, si quieres contemplar a gusto las facciones de Mona Lisa e intentar desentrañar cómo era la mujer retratada, no tienes más que dirigirte al Museo del Prado en cuya sala 56B -la misma donde cuelga la Anunciación y la Virgen de la Granada de Fra Angélico- se conserva una copia de la Mona Lisa, procedente del taller de Leonardo, recientemente restaurada. Es verdad, no es igual, pero tampoco está nada mal y puedes observarla el tiempo que quieras con muy pocas molestias. Quizá llegues a desentrañar el secreto o los secretos que oculta esa persona retratada que hemos dado en llamar la Mona Lisa.
Hay cuadros que se visten de magia, sin que podamos objetivas qué es lo que los hace tan especiales, no creo que sea la mejor obra DaVinci pero en ella hemos vertido tanto embrujo, tantos sueños, tantas posibilidades, yo creo que cuando la miras a la cara, por un instante entiendes algo, es como si ella también te mirase y le gustase lo que ve.
Bueno que yo soy muy fantasiosa, pero cada vez que he ido a verla he sentido que valoraba quien era y en quien me estaba convirtiendo.
Besos