Cuando Molière quiso ridiculizar la hipocresía de la sociedad de su tiempo escribió Las preciosas ridículas, primero, y luego, Las mujeres sabias. A él y a otros muchos como él, le parecía que mujer y sabiduría eran conceptos que solo podían ir juntos si se tomaban a chacota. En realidad, a esas alturas del siglo XVII llovía sobre mojado.
El humanismo renacentista había traído unos aires de renovación en los siglos XV y XVI que, entre otras propuestas, suponía una consideración de las mujeres más próxima a la igualdad que en el medievo. Pues bien, en la corte de Isabel la Católica se formó un grupo de mujeres brillantes, cultas y bien preparadas, que participaron en el proyecto renacentista tanto como pudieron hacerlo sus pares masculinos, que fueron bautizadas como las Puellae doctae, esto es Las niñas sabias. Contribuyeron a difundir las lenguas clásicas y a extender la educación femenina, todas con gran esfuerzo y espíritu de superación. No importa que entre ellas estuviera Beatriz Galindo, apodada la Latina por sus saberes; escritora, había estudiado teología y medicina y fue maestra de la reina e instructora de sus hijos; creadora de una academia de filosofía para las mujeres. O Lucía Medrano, Juana Contreras o Teresa de Cartagena, mujeres que destacaron por sus “industrias, estudios y trabajos”. Menéndez Pelayo, que no es sospechoso de feminismo, llegó a contar más de cuarenta de estas mujeres en su obra Humanistas españoles del siglo XVI. Da igual, para los hombres, que son quienes tienen el poder de designar y de nombrar, solo serán Las niñas sabias.
Algunos académicos ni las incluirían entre sus lecturas aconsejables.
Mientras lo masculino sea lo universal y lo femenino tan sólo una parte de él, lo nuestro será eso, un resto, una extravagancia, una bobada. Lejos de pensar lo especial, talentosa y valiente que tenía (y tiene) que ser una mujer para atreverse a meterse donde nadie la llama, se recurre al volumen de su impacto para medir su valía.
Pero porque fueron somos.
Un beso