La costumbre

Estoy acostumbrado, respondía Harvey Weinstein a las mujeres que le reprochaban su acoso o sus agresiones sexuales. Siempre ha sido así, responden otros, sorprendidos de que les afeen aquello que otros han hecho secularmente sin reproche social. La costumbre. Para muchos hombres es costumbre utilizar su poder o su fuerza, su posición o su influencia para avasallar a las mujeres que les salen al paso. Ni por asomo piensan que estén obrando mal. Estoy acostumbrado, responde Weinstein y los muchos Weinstein que pululan por el mundo. Y no entienden de qué se les acusa. ¿Qué he hecho yo que no hayan hecho y sigan haciendo la mayoría de los hombres?, se preguntará, con razón, el productor ahora acusado.

La violencia física, el abuso sexual son los estadios extremos de una actitud que la mayoría de mujeres tenemos que soportar a lo largo de nuestra vida. No importa que seas una profesional seria, que respetes tu trabajo y te respetes a ti misma, que seas competente y rigurosa, en algún momento de tu vida te topas con uno de esos tipos sobones, patosos, machistas, en suma, que se creen que derecho a hacerte un favor.

Cuando he leído la justificación esgrimida por Weinstein me ha venido a la memoria un incidente ocurrido hace casi treinta años y que he contado algunas veces en privado pero nunca en público. Ni de lejos se le parece a los abusos que están relatando ahora las mujeres que han tenido contacto con el productor norteamericano pero creo que refleja la mentalidad de algunos hombres en su trato con las mujeres.

Hacía yo por entonces una sección de entrevistas de personalidad a burgaleses o personas vinculadas con la provincia. Con frecuencia, después de publicada la entrevista, entrevistado y entrevistadora se reunían amigablemente y ya sin la tensión de quedar bien, el personaje solía contar cosas que había callado antes y que a la periodista le servían de “fondo documental”. En este punto recuerdo a Juan Herrera, presidente de Petromed, marqués de Viesca, sobrino de Ángel Herrero Oria, quien el mismo día que apareció en el periódico me llamó por teléfono y me pidió si aceptaba acompañarle a comer en la visita que tenía previsto hacer a Burgos. Naturalmente, acepté y así, aparte de disfrutar de su muy interesante conversación, pude conocer algunas interioridades de la OPA de British Petroleum sobre Petromed, sobre la que yo había intentado sonsacarle y de la que había dado muy pocos datos en nuestro encuentro anterior.

Pues bien, dentro de esa serie, me tocó entrevistar a un personaje relacionado con las finanzas y el deporte. Nos reunimos en el Hotel Landa, donde se alojaba, charlamos largo rato y, finalmente, se publicó la charla. Como era habitual, llamó para dar las gracias y quedamos en que un día comeríamos juntos. Llegado el día, acudí de nuevo al Landa, comimos, elogió mi trabajo, me contó algunas cosas, lo normal en estos casos. Terminada la comida, me invitó a acompañarle a su habitación porque tenía un obsequio que darme. Me pareció una descortesía que me hiciera acompañarle en vez de pedir que se lo bajaran pero, como el hombre no era un modelo de finura y elegancia, acepté. Recuerdo que tuve un instante de duda pero pensé que si se tratara de una entrevistada aceptaría sin dudar y me dije que, al fin y al cabo, allí estábamos dos profesionales: un financiero -o lo que fuera- y una periodista. También, lo confieso, porque a veces las mujeres tendemos a creer que «esas cosas» solo les ocurren a las otras, a las jóvenes incautas, a las rubias despampanantes. 

Efectivamente, tenía un libro preparado para entregarme pero también tenía sus propios planes. Cuando empezó a ponerse baboso, la situación me pareció tan ridícula que me dio la risa. ¿Esto es lo que parece?, le pregunté. Creí que te apetecería, me dijo con ese tono condescendiente de los machistas redomados, que siempre creen estar haciendo un favor a las mujeres. En un primer instante pensé en darle directamente una patata en los huevos o montarle un escándalo pero, luego, recordé una frase que repetía Paul Newman cuando le preguntaban si al trabajar con tantas mujeres hermosas no tenía la tentación de ser infiel a su mujer. ¿Pero tú crees que me puede apetecer una hamburguesa cuando me espera un buen solomillo en casa?, le respondí.

Entonces es cuando me dijo lo mismo: No quería ofenderte, es que estoy acostumbrado. Y prueba de esa costumbre soltó el nombre de una compañera, una periodista joven que entonces empezaba su carrera, con la que, según él, había compartido tiempo y solaz unos días antes. Ya no pude aguantar más y me fui. Se lo conté al colega y a nadie más. Me sentía tan humillada que me costó tiempo verbalizarlo.

No llevaba minifalda ni escote -eso que algunos jueces consideran una provocación insuperable para un hombre- y nunca, ni antes ni después, he dado el mínimo motivo en mi trabajo para que nadie pudiera creer que estaba ante alguien distinta de lo que era: una periodista ejerciendo su trabajo. Cuando esto ocurría yo tenía 42 años y una carrera profesional consolidada. Me pregunto qué ocurrirá cuando esos depredadores se enfrenten a jóvenes sin experiencia y sin recursos.

One thought on “La costumbre

Deja un comentario