Kristina de Noruega, la princesa adelantada

Si visitáis Covarrubias, cosa harto recomendable, quizá os sorprenda encontrar la efigie de la princesa Kristina de Noruega en un jardincillo frente a la colegiata de San Cosme y San Damián. Incluso que al ver su sepultura en el interior de la iglesia os preguntéis qué hacía por estas tierras cuando murió. La historia no acabó bien, ya os lo advierto, pero dice mucho del coraje de esta mujer que se embarcó en una aventura que ríete de Marco Polo.

Todo empezó con el empeño de Alfonso X -hijo de Fernando III y Beatriz de Suavia, nieto de doña Berenguela, la de la catedral de Burgos- de ser reconocido como heredero de su abuelo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Se puso a buscar aliados que apoyaran sus pretensiones y así fue como contactó con Haakon IV de Noruega, al parecer un hombre ilustrado que buscaba abrir su país a otras culturas y también a nuevos mercados. Alfonso quiso estrechar relaciones con el rey noruego y para eso, nada mejor que una boda. En 1256 mandó embajadores a la corte noruega con la propuesta de que Kristina, hija de Haakon, viniera a Castilla y eligiera marido entre los cuatro hermanos disponibles del rey. Disponible era un concepto algo relajado por entonces, como ya se verá.

Kristina aceptó la propuesta -quizá seducida por el sexappeal de los latinos- y en el verano de 1257 se embarcó cerca de Oslo al frente de una comitiva de un centenar de personas, dispuesta a emparentar con un infante castellano. Tenía 23 años. La mala mar la condujo a un puerto inglés y desde allí la comitiva noruega pasó a Francia, donde fue agasajada por el rey Luis IX como saben hacerlo los franceses. No quiso ser menos Jaime I, alias el Conquistador, rey de Aragón, conde de Barcelona y suegro de Alfonso X, que encabezó el recibimiento en Barcelona, dispuesto a ofrecer matrimonio a la princesa si, por un acaso, no se decidiera por ningún infante castellano. Kristina observó al candidato, que le doblaba la edad, y muy amablemente declinó la oferta. De donde se deduce que es posible que el ligoteo con las nórdicas naciera en la Costa Brava, pero no en el siglo XX sino mucho antes. Entre unas cosas y otras se había echado nochebuena cuando Kristina llegó a Burgos, así que se quedó a celebrarlo con las monjas del monasterio de las Huelgas. En Palencia salió a recibirla el mismo Alfonso X al frente de un ejército para que supiera adonde llegaba. No menor fue el recibimiento que esperaba a la princesa noruega en Valladolid.

De los cuatro hermanos que Alfonso consideraba disponibles, Fadrique -34 años- era un infante muy viajado: conocía Italia y Alemania. De hecho, estaba casado con una italiana -Beatriz de Malaspina- lo que no le impidió presentar su candidatura a esposar con la princesa nórdica, quien lo rechazó porque no era su tipo y porque tenía una cicatriz que le afeaba bastante; Enrique -28 años- no tuvo opción de presentarse siquiera, pues estaba viajando por Inglaterra. Felipe -26 años- había estudiado en Paris, a su vuelta fue nombrado abad de la colegiata de Covarrubias y con solo 21 años era arzobispo de Sevilla, todo un cargo en la época. El último, Sancho, 24 años, también había estudiado en París y en esos momentos era administrador de la diócesis de Toledo, esperando ser arzobispo de un momento a otro.

Las crónicas noruegas dicen que fue Kristina quien eligió a Felipe mientras que los cronistas castellanos escribieron que fue el rey quien decidió el nombre del novio. De donde se deduce que los periodistas de la época consultaron fuentes distintas. El hecho es que el rey autorizó al novio a secularizarse y el 31 de marzo de 1258 Kristina y Felipe contraían matrimonio en la colegiata de Santa María de Valladolid. Cuatro años después Kristina moría en Sevilla, unos dijeron que no había podido soportar el calor de aquella ciudad del sur, y otros que no pudo resistir la añoranza de su país. Quizá por eso, o porque recordara su época de abad, Felipe decidió enterrarla en la colegiata de Covarrubias.

Allí permaneció, olvidada de propios y extraños, hasta que en 1958 la Academia Burgense de Historia y Bellas Artes, mientras estudiaba los sepulcros de la colegiata encontró en uno de ellos el cuerpo momificado de una mujer de 1,70 metros de altura, por encima de la normal en Castilla, pelo rubio y uñas rosadas. Tanto la vestimenta, que se encontraba en buen estado, como las joyas que portaba denotaban que se trataba de un personaje principal. También se encontró un pergamino con versos de amor y una receta para tratar el mal de oídos que aún se utiliza en la zona, todo lo cual llevó a la conclusión de que esos eran los restos de la princesa Kristina.

Sostiene la leyenda que las chicas solteras que quieran encontrar un amor han de acercarse al sepulcro de Kristina, tocar la campana que hay en el claustro de la colegiata y les será concedida la dicha que a ella le fue negada.

Se contaba que la princesa era muy devota de San Olav y que tenía intención de levantar una ermita dedicada al culto del santo patrón de Noruega y que, al sentirse morir, hizo prometer a su marido que se encargaría de su construcción. Pero Felipe no pudo o no quiso cumplir su promesa. O quizá no le dio tiempo, ocupado en sus dos matrimonios siguientes, en sus relaciones extramatrimoniales o en su numerosa prole.

El 18 de septiembre de 2011 se inauguraba la capilla de San Olav, una estructura moderna, promovida por la Fundación Kristina de Noruega y por la Junta de Castilla y León. Simultáneamente, se creaba el Camino de San Olav, una senda que va desde la catedral de Burgos a la nueva capilla en el término conocido como Valle de los Lobos, próximo a Covarrubias.

La princesa Kristina, adelantada a su tiempo en tantas cosas, puede descansar tranquila.

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