Jerusalén es una ciudad imposible de olvidar. No solo porque sea una de las más antiguas del mundo o porque haya sido declarada Patrimonio de la Humanidad. Seas o no creyente, los españoles hemos crecido rodeados de palabras de los libros sagrados del cristianismo: la biblia y los evangelios. Así que llegas a Jerusalén y crees hallarte en territorio conocido. Es una falsa apreciación. Hay que ir con cuidado pues ni siquiera el nombre -«casa de la paz»- se acomoda a la realidad que encuentras. En una ciudad donde la mayoría de sus habitantes van armados, los conflictos violentos son el escenario cotidiano. A poco que te acompañe la mala suerte te encuentras junto a una bomba palestina o un tiroteo judío.
Esa es la realidad cotidiana pero no es la única realidad. Si eres afortunada puedes encontrarte tomando un té en un jardín de una casa familiar, compartiendo charla y compañía con un grupo de ancianas -mujeres mayores de 70 años casi todas- de apariencia frágil y espíritu férreo. Son las socias de Machsomwatch, mujeres israelíes voluntarias, activistas de la paz, que se oponen a la ocupación israelí de Cisjordania -lo que llamamos Palestina-, a la apropiación de tierras palestinas y a la negación de los derechos humanos a los palestinos. Defienden que estos puedan moverse libremente en sus tierras y se oponen a los puestos de control que Israel ha establecido dentro del territorio ocupado y a la arbitrariedad con la que se abren o se cierran estos pasos.
¿Cómo realizan todo eso? Acudiendo donde las llaman, grabando lo que ven y lo que oyen, documentando la infracción de los derechos humanos, trasladándolo a los tribunales cuando es preciso. No son mujeres que buscan distracción a su tiempo libre, son profesionales de todos los sectores: abogadas, arquitectas, químicas, mujeres con un buen curriculum, que han llegado a la jubilación y, en vez de dedicarse a entretenerse y pasear por la ciudad sagrada, se mantienen siempre siempre disponibles para salir a la primera llamada. Se plantan en los puestos de control -los temidos checkpoints- o en los pasos a Cisjordania y se enfrentan dialécticamente con los militares, los policías o los ultranacionalistas, siempre de forma pacífica. Reclaman los derechos de los palestinos, toman la voz de quien carece de ella.
Hanna Barag es una de ellas. Es menuda y ronda los 80 años. Cuando el escritor Vargas Llosa visitó Israel ella fue quien le mostró las condiciones y el funcionamiento del paso de Qalandia, por el que se accede a Ramala, donde se asienta el gobierno de la Autoridad Palestina. Esta primavera recibió un premio que lleva el nombre del prestigioso intelectual judío Yesha’ayahu Leibovitz. Contó entonces que al jubilarse había proyectado levantarse más tarde y leer todos los libros que se le habían acumulado por falta de tiempo pero entonces le hablaron del checkpoint de Qalandia y su vida cambió.
Al ser premiada recordó alguna de sus intervenciones: a la pareja que se casó en el control de Beit Furig con ellas como únicos invitados; a la niña de dos semana de edad cuya vida corría peligro si no era atendida en un hospital de Jerusalén y cuyos padres estaban en la lista negra que les impide entrar en territorio israelí. Tuvieron que poner el mundo entero patas arriba para que las autoridades comprendieran que solo la madre podría amamantar al bebé, no su abuela, ni la misma Hanna, a las que sí permitían pasar. Después de cinco horas de negociación, llegaron al hospital con el bebé a punto de morir. Recordó a Abdallah, de 14 años, herido en el campo de refugiados de Shu’afat, hospitalizado y operado en Jerusalén, a quien los agentes del Servicio de Seguridad General interrogaron en su habitación recién intervenido, aún bajo anestesia, solo, sin adultos que lo acompañaran; o a Iskandar, director de un hogar para niños discapacitados mentales de Belén, que organiza cada año un viaje con estos niños al zoológico bíblico de Jerusalén o al Safari de Ramat Gan y otro a Tabeha, en Galilea, y que en cada ocasión tiene que enfrentarse a obstáculos burocráticos planteados por un sistema de gobierno sordo y ciego.
Hanna y sus compañeros de Machsonwatch se conocen todos los recovecos de este sistema y manejan con soltura el argot de los controles. Trabajan en equipo, una negocia, gestiona, parlamenta, otra graba todo lo que ocurre por si fuera preciso presentarlo como testimonio de una denuncia. Los ultranacionalistas israelíes las detestan, a veces las insultan, con el mismo argumento de siempre: que se vayan a fregar a sus casas. Pero no pueden con ellas porque son tan judías como los soldados, los militares, los políticos que imponen las restricciones y porque todos ellos saben que son capaces de llegar al parlamento o al gobierno. Unas veces consiguen sus propósitos, otras, no. ¿Qué es lo que mueve a estas mujeres extraordinarias? Ella lo explica con las palabras del poeta T. Karmi: que quien vive en Israel comparta el mismo sol y las mismas estrellas para poder vivir una vida de dignidad y libertad de pensamiento, de libertad de acción y realización de sus deseos. Hanna, cuya familia sufrió la persecución nazi, sostiene que “la historia es también un relato de las luchas del hombre contra los crímenes, contra la locura, contra los desastres” y que su batalla y la de Machsomwatch “es también sobre el derecho a vivir aquí en paz y seguridad sin perder nuestra humanidad”.
Raramente las encontrarás en los medios de comunicación pero Hanna Barag y sus compañeras trabajan a diario para construir un mundo mejor y más justo con las únicas herramientas de la palabra y el pacifismo.
(Fotos: Mery Varona)
Y nosotros perdiendo tiempo, dinero, concordia y vida en un cámbiame la bandera…que lección de vida que también se perderá. Quisiera saber cuando dejamos de ser personas para convertirnos en una masa sin sentimientos ni medida.
Un abrazo