En un mundo diseñado por los hombres desde el principio de los tiempos siempre ha habido mujeres que se han adelantado a cambiar el estatus establecido tratando de abrir una brecha de igualdad. Son pioneras que luchan no ya por su propio beneficio sino por el de todas las mujeres y, por extensión, de toda la sociedad, pues una sociedad más igualitaria siempre es más justa y mejor organizada. Francisca de Pedraza pertenece a esta especie de pioneras, probablemente sin proponérselo. Pionera a su pesar, como tantas otras desde Eva a nuestros días.
Francisca nació en Alcalá de Henares a finales del siglo XVI y murió en la misma ciudad mediado el siglo siguiente. Para colmo, pronto quedó huérfana, siendo depositada en un centro de religiosas hasta alcanzar la edad de decidir si optaba entre las dos únicas salidas para una mujer: el matrimonio o el convento. ¿Qué más desgracias pudieron ocurrirle? Lo que ocurría con harta frecuencia a las mujeres: casarse con un hombre que la maltrata, del que conocemos su nombre: Jerónimo de Jaras. Nada extraordinario. Mientras ella atiende a los dos hijos del matrimonio, él se gasta su dote.

Lo extraordinario, y lo que hace de Pedraza una pionera, es que ella se rebeló contra el sistema y lo hizo a la grande. Sin mucha dilación. La boda se había celebrado en 1612 y en 1614, ya la encontramos que ha huido del marido violento y se ha refugiado en el convento de donde había salido para casarse. Hasta allí acudió el marido pidiéndole que volviera con él, con promesas de cambio. La historia tantas veces repetida. Pero, como suele ocurrir, no cambió. Cuando Francisca se cansó de las humillaciones y malos tratos acudió a pedir justicia: quería que se anulara su matrimonio.
Denunció al marido ante la jurisdicción civil, en 1619, y la eclesiástica, en 1620 y 1622, sin que ni una ni otra se sintieron concernidas. Cabe imaginarla ante los jueces y ante el clero de la época, una mujer sola, sin recursos, por todo ello sospechosa, mostrando las pruebas de las agresiones en su propio cuerpo. Las reclamaciones ante la vía eclesiástica concluían recomendando al marido ser “bueno, honesto y considerado con la demandante y no le haga semejantes malos tratamientos como se dice que le hace” y mandando a la víctima volver con su agresor.

Desesperada como estaba, Pedraza tuvo la osadía de pedir al nuncio del Papa autorización para acudir a otra instancia distinta en demanda de justicia. Fue su momento de suerte porque el nuncio concedió la licencia y ella optó por acudir a la jurisdicción universitaria. Allí, en el tribunal académico encontró a un hombre cómplice: el rector Álvaro de Ayala, un hombre de leyes, catedrático de derecho canónico y civil, quien concedió el divorcio, ordenó que se le devolviera la dote y emitió una orden de alejamiento del marido agresor. “…y prohibimos y mandamos a dicho Jerónimo de Jaras no inquiete ni moleste a la dicha Francisca de Pedraza… por sí ni por otra interpósita persona”. Todo esto en el año 1624, mientras en España reina todavía la Casa de Austria con Felipe III y en Francia Luis XIII nombra ministro a Richelieu.

Bien es verdad que una sentencia semejante no volverá a dictarse en los tres siglos siguientes y habrá que esperar hasta las últimas década del siglo XX para encontrar otras mujeres también pioneras que vuelvan a pedir justicia frente a los maridos maltratadores y obtengan una sentencia semejante.
En su memoria y en homenaje a su coraje e inteligencia, la Asociación de Mujeres Progresistas de Alcalá de Henares creó en 2016 el Premio Francisca de Pedraza contra la violencia de género, en cuya primera edición se concedió un diploma de reconocimiento a título póstumo al antiguo rector de la Universidad de Alcalá, Álvaro de Ayala, el hombre cómplice.
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