Egeria, la viajera

En todo tiempo y lugar han surgido mujeres curiosas y decididas capaces de romper los esquemas que las constreñían y lanzarse a la aventura. Un ejemplo demostrativo es Egeria, Etheria, Eucheria o Echeria, que de todos modos ha sido conocida. Quedémonos con Egeria. Apenas hay datos contrastados de ella: se dice que era monja, abadesa incluso, también que era familia del emperador Teodosio, pero no hay constancia de que fuera una u otra cosa. Lo único cierto es que en el lejano año 381 de nuestra era Egeria se puso en marcha camino de los Santos Lugares, recién descubiertos por Elena, la madre del emperador Constantino.

No fue la única en la iniciativa, el descubrimiento de Elena había despertado el espíritu viajero de las damas pudientes y emancipadas de finales del imperio romano, con bastante irritación de los habituales de los lugares sagrados, hombres todos.

San Gregorio de Nisa criticaba a las mujeres que se exponían al peligro en aquellas posadas, hospederías y ciudades licenciosas de Oriente. San Jerónimo, eremita en Belén, se quejaba de la aglomeración de uno y otro sexo que le obligaba a soportar lo que había querido evitar. En una de sus cartas a Furia, una viuda noble romana, le cuenta el mal ejemplo de una de las peregrinas famosas, que por edad, elegancia, forma de vestir y de andar, compañías, comidas y aparato más parecía “anunciar las bodas de Nerón o de Sardanápalo”. Quien de tal manera había irritado al cascarrabias de Jerónimo era Poemenia, que visitó Egipto y Palestina entre 384 y 395. Melania, otra viuda joven, había hecho el viaje entre el 371 y 372.

Es creencia que Egeria formaba parte del séquito del emperador Teodosio, natural de Coca, cuando estableció su corte en Constantinopla. Habría partido de la provincia hispana de Gallaecia y  llegó a Constantinopla siguiendo la Vía Domitia que atraviesa Aquitania y cruza el Ródano. Desde la capital se dirige a Jerusalén por la vía militar que pasa por Capadocia hasta Antioquia y por la costa alcanza la ciudad de Jerusalén el año 381. Desde aquí se dedicará a hacer excursiones, a la manera de los turistas actuales pero con tiempo suficiente para conocer el terreno, visita el Sinaí, cruza el Jordán, sube al monte Nebó, y vuelve a Jerusalén para celebrar la pascua del año 384. Entonces se despide de la ciudad y emprende el camino de vuelta.

El retorno lo hace pasando por Mesopotamia para visitar Edesa y vuelve a Constantinopla después de haberse acercado a otros lugares santos, en uno de los cuales se encuentra con una antigua amiga, la diaconisa Marthana. Lo cual prueba, por un lado, que el itinerario se había popularizado hasta el punto de que dos amigas pudieran encontrarse en el confín de la tierra y por otro lado, que el mundo es un pañuelo, como repetirán a lo largo de los siglos millones de viajeros.

Desde Constantinopla Egeria se proponía hacer nuevas incursiones por Asia, visitar Efeso, el lugar de martirio del apóstol San Juan. En ese punto debió sentirse cansada pues promete a sus amigas que seguirá mandando noticias si consigue seguir sus planes y pide que no la olviden, tanto si vive como si no. A partir de ahí se le pierde la pista. No hay más datos de ella, no sabemos si volvió o murió por el camino, o decidió quedarse en alguno de los lugares que visitó.

Lo que hace especial este viaje y a la misma Egeria es que ella se dedicó a narrarlo, fue contando su aventura en el latín vulgar que se hablaba en ese tiempo, en un lenguaje suelto, vivo, ameno, como quien escribe a sus amigas, una especie de blog del viaje. Cuenta cómo eran los lugares por donde pasa, las costumbres de los pueblos que conoce, sus leyendas, dando prueba de una erudición que hace de su relato un documento extraordinario. 

Se conocía la existencia de este documento por una referencia de San Valerio, obispo del siglo IV, a unos monjes del Bierzo en la que relataba el viaje de Egeria, referencia luego recogida por el cronista Padre Flórez, pero durante siglos estuvo desaparecido. Hasta que en 1884 en una biblioteca de Arezzo apareció un pergamino donde se narraba un viaje a Tierra Santa. El relato estaba incompleto e inicialmente fue atribuido a Silvia de Aquitania, que había realizado una expedición similar. Hasta que en 1903 el historiador francés Marius Ferotin lo identificó como el relato de nuestra viajera. 

¿Quién y cómo era Egeria? Sin duda, era una dama de la aristocracia, rica, que puede viajar sola pero acompañada de un séquito de sirvientes, a la que reciben los obispos y clérigos de los lugares que visita y a quien ponen escolta militar cuando pasa por lugares peligrosos. Una mujer madura, pero lo suficientemente joven para soportar la dureza del viaje, a pie, a caballo o camello, en barco, escalando montañas, durmiendo al raso, soportando el calor y el frío, las temperaturas de las alturas y el desierto.

Era piadosa -lee la biblia y reza- y culta, viaja con sus libros, algunos de ellos en lengua griega, en sus cartas incluye dibujos de los edificios y templos que visita. Ella misma se confiesa curiosa, deseosa de conocer lugares nuevos y de comprender lo que ve, que luego relata con espíritu reflexivo y crítico, utilizando frecuentemente la ironía. Es una mujer moderna, libre, autónoma, inteligente. Otro pionera. En el siglo IV. 

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