Ana de Mendoza de la Cerda y de Silva y Álvarez de Toledo (Cifuentes, Guadalajara, 29 de junio de 1540-Pastrana, Guadalajara, 2 de febrero de 1592) fue una dama inteligente, decidida y con carácter. Y, al parecer, hermosa. Sobre ella se ha tejido una red tupida de rumores, historias fundadas e infundadas, hechos ciertos, imaginados, verosímiles y fantasiosos, que no es fácil averiguar de quien se habla cuando nos referimos a la princesa de Éboli.

Miembro de la más alta nobleza en la España del siglo XVI, era hija única de Diego Hurtado de Mendoza y de su primera mujer, Catalina de Silva y Álvarez de Toledo, igual de noble. Por herencia propia era marquesa de Algecilla, condesa de Aliano, duquesa de Francavilla y princesa de Mélito, títulos a los que añadió los de duquesa de Estremera y Pastrana y princesa de Éboli al casarse con Ruy Gómez de Silva, noble portugués, ministro de Felipe II.
Fue el entonces príncipe Felipe quien arregló el matrimonio de su ministro, a la sazón de 36 años, con la adolescente -tenía doce años- Ana de Mendoza. Acto seguido, mandó a Ruy Gómez de Silva a Inglaterra a preparar su propio matrimonio con María, la reina inglesa, de manera que todo hace suponer que la relación conyugal se inicia a su vuelta, cinco años después.
De los diez hijos habidos en el matrimonio sobrevivieron seis, todos los cuales emparentaron con lo más florido de la nobleza peninsular o prosperaron en la iglesia. Fueron estos años los de mayor tranquilidad de Ana de Mendoza, tenida como una de las mujeres más inteligentes y hermosas de la corte.
En 1560 encontramos al matrimonio en las cortes de Toledo donde se jura como heredero al príncipe Carlos, se presenta a Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, y se reconoce a Juan de Austria como hijo de Carlos I. Isabel y Ana serán amigas y todos ellos conformarán una generación más abierta en la muy cerrada corte felipista.
Ruy Gómez aparece como cabeza del partido “ebolista”, la facción liberal en esa corte, el ala pacifista. Defienden una salida negociada al conflicto de los Países Bajos, que la monarquía se articule en torno a todos sus reinos, sin preeminencia de ninguno y una religiosidad más personal y menos oficialista. En este momento es la opción más próxima a Felipe.
Frente a ellos se alza la facción albista, liderada por el duque de Alba, partidario de una solución militar en Flandes, de que la monarquía se articule en torno a Castilla y de imponer una ideología católica expresada en el formalismo religioso y la espiritualidad intelectual. Es el enfrentamiento de modernos contra conservadores, laicos frente a creyentes, ahí está el germen de las dos Españas.
Ana de Mendoza participa poco en la vida cortesana. Durante su matrimonio permaneció retirada en sus palacios de Pastrana o de Madrid, embarazada o criando a su prole. En ese tiempo, la facción del duque de Alba va ganando la partida a los de Éboli, radicalizando la confesionalidad y el aislamiento del rey.
Curiosamente, no hay ninguna imagen que pueda identificar con certeza a la princesa de Éboli. La iconografía la presenta con un ojo tapado, no se sabe si por estrabismo o por haber perdido la vista en algún percance. La leyenda dice que un paje le produjo una lesión con un florete cuando ambos jugaban de niños. Ni siquiera puede asegurarse que fuera tuerta pues esta versión es una construcción literaria del siglo XIX.
En un momento de gran popularidad de Teresa de Jesús los príncipes de Éboli, alineados con la religiosidad que representaba la reformadora, le solicitan un convento para su villa de Pastrana. En 1569 Teresa creó no uno sino dos conventos, uno de monjas y otro de frailes, pero la fundación fue una fuente de conflictos. “Hartos trabajos que pasamos por pedirme algunas cosas la princesa que no convenían a nuestra religión”, dejó escrito la santa. Ruy Gómez hubo de mediar para poner paz entre las partes, pero en 1573 moría el bueno de Ruy y ahí se acabó la etapa de sosiego para la princesa de Éboli.
Ana, afectada por la pérdida del marido, quiso retirarse a su convento de Pastrana sin cumplir con las normas de la Orden, y pidiendo que sus sirvientas fueran novicias. Teresa de Jesús se lo permitió para evitar más enfrentamientos. Seis meses después, el rey obligó a la princesa de Éboli a hacerse cargo de sus hijos, en cumplimiento del testamento del marido. Ella se trasladó con sus sirvientas a una casa aneja al convento con acceso al exterior. Entonces Teresa retiró a sus monjas de la fundación de Pastrana. Ana volvió a Madrid y se vengó de Teresa denunciando a la Inquisición la autobiografía escrita por la monja.
La viudez obligó a Ana de Mendoza a ponerse al frente de su poderosa casa familiar y a gestionar su gran patrimonio, desvelándose como una mujer enérgica y con criterio propio, difícil de someterse a los demás, por importantes que estos fueran. Es en esta etapa donde se construye la leyenda que le acompañará para siempre, la de una mujer despótica y caprichosa, amante de hombres principales.
Tan principales que se le atribuyeron amoríos con el mismo Felipe II. La sañuda persecución del rey parecería apoyar esta teoría que no respaldan los historiadores. Más parece que Felipe no le perdonó a la viuda de su ministro y amigo que se alinease con sus enemigos. Comoquiera que fuese, Ana se encontró en el vórtice de una historia en la que se mezclan amores, traiciones y secretos de Estado en un cóctel mortal.
La leyenda sostiene que Ana de Mendoza mantenía relaciones con Antonio Pérez, secretario real, y que fueron descubiertos por Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria, hermanastro de Felipe. Para evitar ser delatados, Pérez habría intentado primero envenenar a Escobedo, y luego, ordenado su muerte. Efectivamente, el 31 de marzo de 1578 el hombre resultó muerto a estoque, no lejos de la casa de Ana de Mendoza, en la calle San Juan de Madrid.
Otra vertiente de la misma historia señala que, muerto Ruy Gómez, Mendoza y Pérez se aliaron para revitalizar el partido ebolista en provecho propio. Pérez acusó a Juan de Austria de deslealtad al rey, ante lo que Felipe II habría aceptado la ejecución de Escobedo. Pero entretanto murió Juan de Austria y en los documentos de su hermanastro el rey pudo comprobar que Pérez y Mendoza habían apoyado a los rebeldes flamencos y a los contrarios a que Felipe fuera rey en Portugal, lo que desencadenó su persecución.
Un año después de la muerte de Escobedo, el rey mandó detener a Pérez pero no sería hasta 1585 y por presiones de los familiares del difunto, cuando fue procesado por tráfico de secretos y corrupción. En 1590 admitió bajo torturas su intervención en el asesinato de Escobedo. Fue condenado a muerte pero para entonces se había fugado de la prisión, acogiéndose primero al amparo del Justicia de Aragón y más tarde se refugió en Francia. Pérez alimentó la leyenda negra de Felipe II y, tras una vida de intriga, acabó muriendo en París en 1611.

Menos contemplaciones gastó el rey con Ana de Mendoza. En 1579 mandó encerrarla en el Torreón de Pinto, de donde, a petición de sus familiares, fue trasladada a la fortaleza de Santorcaz en 1580. En 1581 fue recluida en el palacio ducal de Pastrana con la sola compañía de su hija menor, Ana de Silva, y de cuatro sirvientas. En 1582 fue inhabilitada de facto al serle retirada la tutela de sus hijos y la administración de sus posesiones, lo que suponía su muerte civil.

Ana de Mendoza no perdió la serenidad en su cautiverio, como demuestra la correspondencia mantenida con su familia y los consejos dados a sus hijos, pese a lo cual Felipe II fue inclemente con ella, a quien se refería como la hembra. En su encierro solo se le permitía asomarse al exterior del palacio durante una hora al día, en un balcón conocido por esta causa como el de la Hora. Después de la fuga de Antonio Pérez extremó las restricciones mandando poner rejas a las puertas y celosías en las ventanas del palacio. Ella solo se quejará por el daño que tales medidas hacen a su hija. En memoria quizá de su antiguo ministro, Felipe II protegió a sus hijos y nombró un administrador de sus bienes.
Once años permaneció Ana recluida en el palacio de Pastrana. Durante este tiempo su salud se fue quebrantando sin recibir atención alguna. Acabó tullida, impedida de levantarse de la cama. Esta etapa final de su vida recuerda la padecida en el mismo siglo por otra mujer poderosa e inteligente: la reina Juana de Castilla, abandonada en su cautiverio de Tordesillas, hasta su muerte, ocurrida en 1555. La princesa de Éboli murió, en prisión y olvidada, el 12 de febrero de 1592. Fue enterrada en la colegiata de la villa junto a su marido.
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