Agustina de Aragón, heroína y mito

Agustina de Aragón (Reus o Barcelona, el 4 de marzo de 1786-Ceuta, 29 de mayo de 1857) es una de las escasísimas mujeres que ocupan un lugar por derecho propio en los libros de historia, una heroína de la lucha contra los invasores franceses. Sabemos que ella sola se enfrentó a las tropas de Napoleón cuando pretendían entrar en Zaragoza, que sustituyó al artillero muerto junto a su cañón y disparó hasta hacer huir al ejército atacante. Pero, ¿quién era esta mujer convertida en mito?

De Agustina se conoce que había nacido en Reus o en Barcelona y que dos días después es bautizada en la iglesia de Santa María del Mar de Barcelona, donde recibe los nombres de Agustina Raimunda María Zaragoza y Doménech. Sus padres, naturales de Fulleda (Lérida) residían en la calle de los Sombrerero del barcelonés barrio de La Ribera.

La biografía oficial refiere que el 17 de abril de 1803 la joven casó en la iglesia de Santa María del Pino con Juan Roca Vilaseca, cabo de artillería, y que tuvo un hijo que murió pronto. La invasión napoleónica llevó al marido a participar en la guerra de la Independencia. Poco tiempo después Agustina pierde el contacto con Roca, a quien cree muerto en combate, y marcha a Zaragoza, donde tiene familia.

En julio de 1808 Agustina se encontraba en las inmediaciones de la puerta del Portillo de San Agustín de la capital aragonesa alentando a los combatientes al grito de “ánimo artilleros, que aquí hay mujeres cuando no podáis más”. Según relata la propia Agustina en un memorial, «ya se acercaba una columna enemiga, cuando tomando la exponente un botafuego pasa por entre muertos y heridos, descarga un cañón de a 24 con bala y metralla aprovechada de tal suerte, que levantándose los pocos artilleros de la sorpresa en que yacían a vista de tan repentino azar, sostiene con ellos el fuego hasta que llega un refuerzo de otra batería, y obligan al enemigo a una vergonzosa y precipitada retirada». El mismísimo Palafox, el general español que dirigía la defensa de la ciudad, conoció los hechos y la nombró artillera con un sueldo de seis reales diarios. El nombramiento tenía un valor práctico pues garantizaba el acceso al rancho, que era más de lo que gozaban los vecinos en aquellos momentos de sitio.

Sin embargo, Agustina se tomó en serio la incorporación al ejército, participa en la protección del convento de Jerusalén y en la defensa de la ciudad, que acabó rindiéndose el 21 de febrero de 1809. En ese momento ella está enferma, como también su hijo de cinco años, lo que no impide que sean tomados como prisioneros y conducidos en dirección a Francia. El niño morirá al llegar a Ólvega (Soria) “a la fuerza del contagio, fatiga del camino y falta de recursos para su existencia”. Agustina escapa del hospital de Puente la Reina y llega a Cervera de Aguilar, donde se recupera. 

En Teruel, el gobernador Luis Amat proporciona a Agustina un pasaporte para el ejército, con el que llega a Sevilla y se presenta a la Junta Suprema Central, que le concede el grado y sueldo de subteniente de Artillería. También es homenajeada por Lord Wellington, el jefe del ejército inglés aliado de los españoles contra los franceses. De Sevilla parte a Tortosa, en cuya defensa participa activamente hasta la rendición de la plaza en enero de 1811, cuando es apresada y conducida a Zaragoza. El general Morillo certificará que, tras la batalla de Tortosa, la heroína continuó prestando «sus buenos servicios en el Ejército que estuvo a mi mando e hizo prodigios de valor en la también memorable batalla de Vitoria». Entonces aparece el primer marido, Juan Roca.

Retrato realizado por Juan Gálvez

Finalizada la guerra fue recibida por el rey Fernando VII, quien le concedió una pensión de cien reales. Goya la homenajeó en un grabado de Los desastres de la guerra titulado ¡Qué valor! y Lord Byron la homenajeó en su poema Childe Harold. Juan Gálvez, pintor de cámara de Fernando VII y director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando la inmortalizó en un lienzo que cuelga en el museo Lázaro Galdiano de Madrid, donde aparece de frente sobre una alfombra de cadáveres, sosteniendo un botafuego en la mano derecha y la izquierda apoyada en el cañón. La película Agustina de Aragón, dirigida por Juan de Orduña y protagonizada por Aurora Baustista, profundizó en su vertiente heroica. Dos años después de su muerte su hija Carlota publicó una novela romántica “La ilustre heroína de Zaragoza”, que dedicó a la reina Isabel II.

A pesar de su heroísmo y del reconocimiento popular y oficial su figura no pudo librarse de la maledicencia que suele rodear a las mujeres que destacan, cualquiera que sea el ámbito en que lo hagan. Se le atribuyeron actividades próximas a la prostitución y se criticó su vida sentimental que, ciertamente, fue agitada.

Cuando creía que su primer marido había fallecido se casó -o al menos se emparejó- con un individuo al que la leyenda identifica como Luis de Talarbe, quien, al aparecer el primer marido, se trasladaría a América. Ana María Freire, catedrática de la UNED, ha estudiado al personaje en que se convirtió Agustina de Aragón, deslindando los ribetes mitológicos de los personales. Sostiene que Talarbe es un personaje inventado, tras el que se esconde el general José Carratalá y Martinez, cuyos destinos militares coinciden con los lugares donde Agustina intervino militarmente, sin que haya constancia documental de que sostuvieran una relación sentimental. Llegará a ser gobernador militar, capitán general de Andalucía, Extremadura, Valencia, Murcia y Castilla la Vieja, ministro de la Guerra y senador por Sevilla. Murió el 13 de diciembre de 1855, un año antes que Agustina.

Un año después de la muerte de Roca, en marzo de 1824, Agustina había contraído matrimonio con Juan Eugenio Cobos de Mesperuza, médico, doce años más joven que ella, con quien tuvo una hija, Carlota. La heroína decidió refugiarse en Ceuta, donde falleció el 29 de mayo de 1857 a la avanzada edad de 71 años, dedicada al ejercicio de la caridad. En 1870 sus restos fueron depositados en la basílica del Pilar de Zaragoza de donde en 1908 trasladados trasladados a la iglesia de Nuestra Señora del Portillo, donde permanecen.

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